En un
momento, viéndome frente al grupo sin saber qué hacer para que los alumnos se
pusieran a trabajar, me dije: Analía , acá el tema sin resolución no es el
“contenido” (palabra muy de moda en los diseños curriculares de los ’90), acá
el problema está en vos, dejá de ser el
centro de la escena….entonces, la música empezó a fluir. Fue uno de los grandes
aprendizajes de hace más de veinticinco
años atrás y siempre comento esta anécdota con mis alumnos de didáctica.
Estaba trabajando en una escuela primaria
del barrio de Coghlan (Capital Federal) perteneciente a la gestión privada, a
la misma asistían niños pertenecientes a una clase media acomodada con
bastantes estímulos extraescolares, en la escuela contábamos con una cantidad
importante de instrumentos de percusión pero con un espacio para desarrollar la
actividad muy reducido e incómodo. Los
niños contaban con dos estímulos musicales en la semana, la hora curricular a
la mañana y una hora y media de taller a la tarde, ambos una vez por semana.
Dicho todo esto, cualquiera de mis colegas
de música me podría decir, con razón, que estaba trabajando en unas
condiciones bastante cercanas al ideal sin embargo con ese curso de quinto
grado la música no fluía y me resultaba muy complicado organizar al grupo para
empezar desarrollar cualquier actividad.
Mis conclusiones, producto de una observación limitada, siempre eran la mismas:
“es un grupo muy heterogéneo, hay alumnos
que adolecen de serios problemas de atención, estos chicos tienen de todo y
nada los sorprende”, en consecuencia, yo siempre insistía con pararme
frente al grupo y pedir silencio decenas de veces o decirles que con ese ruido no podíamos hace
nada pero sabía que había un nudo que tenía que lograr desatar, que la
dificultad no estaba en ellos , que era hora de moverme del lugar donde me
había instalado.
Fue
ahí, cuando apliqué por primera vez una de
las máximas para educadores musicales del pedagogo canadiense Murray
Schaffer y que repito casi como un rezo diario “En una clase de creación musical el maestro debe planificar su propia
extinción”…y eso fue lo que hice, como hacía tiempo que estaba intentando
armar una obra grupal basada en la escala pentatónica con vistas presentar
en el encuentro de música que se
realizaba hacia fin de año, les conté una historia “La Remidola” que había
escuchado hacía un tiempo atrás cuyo
relato jugaba con los nombres de las notas de la escala pentafónica mayor
(do-re-mi-sol-la), les pedí que se dividieran en cuatro grupos, que se
agruparan como ellos quisieran y que cada grupo compusiera su versión
instrumental de “La Remidola” y yo desaparecí del centro de la escena, cambié
el rol de directora por el de observadora y guía, por momentos los observaba
desde lejos y en otras oportunidades me acercaba a cada grupo, escuchaba y
hacía sugerencias, la música fluyó, cada grupo inventó una obra con
características propias que presentó ante el resto de los compañeros cuando
todos hubieron terminado. Finalmente logramos integrar cada una de estas micro
piezas en una obra más larga que finalizaba con una “coda” que integraba
elementos musicales de cada una de las obras, esa última parte fue armada por
mí con el consenso de todos. Presentamos la obra a fin de año, seguimos con
esta dinámica de trabajo siempre, modalidad que aplico a diario y lo más
importante es que comprendí el insumo invalorable que significa el aprender a
observar, observar al otro parándose desde distintos lugares, no quedarse con
la primera impresión, ni con la segunda, ni con la tercera, saber que siempre
se nos puede estar escapando algo, y por otra parte no dejar de observarnos a
nosotros mismos en nuestra tarea docente preguntándonos constantemente ¿Porqué
esta actividad funcionó con este grupo
con el otro no? ¿Cómo presenté este trabajo? ¿Qué dije en ese momento
que permitió abrir una puerta nueva? Entre tantas otras preguntas.
Para terminar, más arriba, contaba que la
actividad había comenzado con el relato de una historia que jugaba con los
nombres de la escala pentatónica (do-re-mi-sol-la), en realidad era un chiste
que decía así:
A un
músico un día se lo rompió su instrumento más querido, su REMIDOLA así que lo
dejó en la casa del lutier Soldomi para
que se lo arreglara, días después fue a retirar su instrumento, no estaba el
lutier pero estaba su esposa Mimí y se
dio el siguiente diálogo
-Mimí, ¿Soldomi soldó la Remidola?
-Si si, la soldó
-¿Cuánto le debo?
- Do’ dola.
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